Nos estábamos bañando en el mar, cuando de pronto nos llegó una bocanada de olor a rosmarino. Nos miramos. Todo nos parecía maravilloso en Panteleria: el viento constante, a veces el maestrale, otras, el scirocco, el aroma a lavanda, a brezo y a mbriacula, los pantescos dicen que si la comes, te emborrachas.

Nadando llegamos hasta la roca. Subimos la escalerilla de hierro fijada a esta y nos secamos con las toallas. Antes de tumbarnos a tomar el sol tranquilos, nos desabrochamos las cangrejeras y nos embadurnamos el uno al otro la espalda y los hombros con la crema de protección solar.

Al rato, cansada de tomar el sol, comencé a hurgar en el fondo de mi mochila y saqué un libro. Era de Giuseppe Lampedusa, pero no Il Gatopardo, sino I racconti, relatos románticos en edición de bolsillo; uno de ellos tenía a una sirena por protagonista y era el que quería seguir leyendo. Me incorporé sobre la roca, crucé las piernas y me coloqué las gafas de sol.

Me giré hacia Fonso. Parecía haber encontrado una postura cómoda, tumbado boca arriba, con esa sonrisa que no se le borraba ni con los ojos cerrados. Estaba tan contenta, lo estábamos pasando tan bien. Se lo iba a decir, pero no me animé y abrí el libro.

En ese instante una ráfaga de viento arrancó de golpe varias hojas. Las ví caer en el mar y revolotear como mariposas alrededor de la escalerilla. Eran cuatro o cinco. Me puse de pie y las enfoqué durante unos segundos. Enseguida la corriente empezó a llevárselas. Se trataba de una edición barata, no era mucha la pérdida, ¿o sí?, me quedaría sin conocer el final del cuento de la sirena.

Entonces, unos pies descalzos. Los pies de Fonso. Algo debió de haber visto en mi mirada porque se lanzó de cabeza al mar. Ah, qué ganas de decirle que ni lo intentase, pero ya los brazos de Fonso se abrían paso como palas de remo en pos de las hojas.

Le veía alejarse cada vez más de la roca donde yo, como en una cuerda floja, de pie, seguía todavía con el libro en una mano y la otra extendida hacia el mar…

A mi alrededor los murmullos de los otros bañistas, que como nosotros estaban tomando el sol en esa roca. Fonso ya se había metido muy adentro, tratando inútilmente…, cada vez más lejos de la roca, de mí. Vi el cielo azul, la línea del horizonte. Sentí un retortijón de miedo en mi estómago. Si no dejaba de nadar en esa dirección llegaría hasta la costa de Túnez o a la isla de Lampedusa. Quizá las hojas del libro querían volver a su hogar, a su isla. Quizá guiaban a Fonso como una antorcha encendida hacia alguna sirena rubia de piernas en forma de cola de pez. Y ahora unos celos terribles. Que se olvidara de las hojas y regresara de una vez por todas.

Pasé cinco minutos esperándolo, hasta que al fin Fonso apareció ante mis ojos con una gran sonrisa y una mano levantando las páginas en señal de saludo. Su mirada apuntaba con certeza a la roca.