Cuando el paciente entra en mi despacho, le señalo una silla. Atraviesa la habitación y veo que está cuadrado. Tiene hombros de nadador. Le digo que no se preocupe, que ya verá que esto va a ser rápido, que me cuente lo que pasó.

—Quería tener más músculos y empecé a tomar esteroides anabólicos en Rumania, mi país. Luego me vine a Alemania, a trabajar en la construcción. Y me alimentaba de… ya sabe: pizza, salchichas… Engordé. Volví a consumirlos para adelgazar —explica el paciente y me mira.

El eco de la sirena de una ambulancia se pierde en el patio del hospital. Sus ojos amarillos brillan demasiado. ¿Nadie le advirtió de que esos compuestos sintéticos, similares a la testosterona, causan un daño irreversible?

—Al parecer, necesito un transplante de hígado —dice y coloca las piernas montando una sobre la otra.

Sus tobillos están hinchados. En la pantalla del ordenador examino durante un buen rato su historial médico. Qué fuerte. Tiene la edad de mi hijo: veintitrés años. Me abstengo de decirle que voy a llevar a cabo su evaluación psicológica, analizar problemas preexistentes, como depresión o ansiedad. Y le explico todo lo demás: que hay programas específicos de transplante en los estados miembros de la Unión Europea, que se estudia caso por caso. Intento que mi voz suene amable. Menciono órganos, refrigerados en neveras, volando en helicópteros de un país a otro, listas de espera y escasez de donantes.

Cuando creo que hemos charlado bastante, me levanto y le acompaño hasta el ascensor de la planta. Encontrará muchas dificultades. Y mi evaluación no le va a ayudar demasiado. Al final del pasillo, los carros metálicos con las bandejas de comida, listos para su transporte.  

—Hay una probabilidad cincuenta-cincuenta —le digo en voz baja antes de despedirnos.

Me mira sin comprender. Su rostro tiene el color de una vieja colilla pisoteada en la acera.

—De que tu hígado se recupere por sí mismo —le explico.— Sería lo mejor.

El paciente me aprieta la mano con fuerza. Yo cruzo los brazos por delante del pecho apoyando uno sobre el otro. Afuera los árboles están desnudos y las torres de la catedral se distinguen a lo lejos. Reconozco el frío, la luz de enero.